Verano, ya me voy, y me dan pena las manitas sumisas de tus tardes. Llegas devotamente; llegas viejo; y ya no encontrarás en mi alma a nadie. Verano, y pasarás por mis balcones con gran rosario de amatistas y oros, como un obispo triste que llegara de lejos a buscar y bendecir los rotos aros de unos muertos novios. Verano, ya me voy. Allá en septiembre guardo una rosa que te encargo mucho; la regarás de agua bendita todos los días de pecado y de sepulcro. Todo ha de ser ya tarde; y tú no encontrarás en mi alma a nadie. Ya no llores, Verano. En aquel surco muere una rosa que renace mucho...